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Discurso de Gabriel Boric
Por Juan RESTREPO, para SudAméricaHoy
«Le engañaron como a un chino” oí decir por primera vez en España hace ya muchos años, para referirse a la víctima de un fraude. Yo llegaba de Colombia, eran tiempos en que nadie se ocupaba del lenguaje políticamente correcto. Había expresiones más brutales aun: “Trabaja como un negro”, por ejemplo. Ya nadie dice ni lo uno ni lo otro, está muy mal visto; pero decidí entonces seguirle la pista al dicho popular que desairaba a los chinos de tal manera. Así, por el dicho en cuestión llegué a Cuba y ¡oh sorpresa!, a Colombia también, y a mis raíces.
En Cuba la expresión completa es: “Lo engañaron como a un chino manila”, cosa que encierra toda una historia, muy poco sabida por cierto. Y si algo me llamaba la atención era el desconocimiento que había en España de lo relacionado con aquel asunto, pues si en algún sitio debería saberse era en la Península.
En cierta ocasión, charlando con un colega militante de izquierda y con la idea romántica de Cuba que tienen muchos españoles, que además se precian de conocer la isla caribeña por haber hecho algún viaje turístico, le hablé de la presencia y la importancia de los chinos allí, y me preguntó muy sorprendido: “¿Y es que hay chinos en Cuba?” Pues sí, los hay, los hubo y, además, contribuyeron en gran medida a que la última colonia en América se independizase de España.
Llegaron a Cuba en tres oleadas bien definidas: en 1830 un primer grupo pequeño de sirvientes y artesanos procedentes de Filipinas, de ahí aquello de chino manila; hablaban español y se integraron fácilmente. Luego en 1847, en dos bergantines procedentes del sur de China como “trabajadores contratados” en una azarosa aventura que resultó muy negativa para quienes los llevaron; y, finalmente entre 1853 y 1873 la gran masa que llegó a remplazar la mano de obra de los africanos que trabajaban en los cultivos de caña de azúcar.
Cuando vieron venir la abolición, los sacarócratas cubanos acudieron al sur de China a buscar trabajadores que pudiesen remplazar a los esclavos… y los engañaron, mediante contratos que los convertían igualmente en esclavos. Las cláusulas leoninas de aquellos documentos que firmaron los culíes reclutados en lugares como Macao o el puerto de Amoy, eran el pasaporte para la pérdida de libertad.
Los contratos podían ser renegociados por la contraparte cubana, de manera que el pobre chino pasaba de un dueño a otro como cualquier mercancía. Entre otras cosas, porque casi nunca alcanzaba a cubrir la deuda contraída con quienes lo habían llevado hasta aquella “España de sol radiante y perenne verano”. La historia de los chinos en Cuba tiene tantos episodios de infamia y humillación como la de los esclavos africanos llevados por la fuerza a la isla.
Éstos, al menos, tenían mujeres de su raza para aparearse y procrear. Los chinos –de los que solo llevaron varones– debieron buscar pareja entre las negras o mulatas, castellanizaron el nombre adoptando a veces el apellido de su señor, y así se fundieron y se hicieron invisibles en ese crisol de sangres que es Cuba.
Hay nombres ilustres de gentes de la cultura, las letras y la jerarquía cubanas cuya ascendencia china es muy poco conocida como Severo Sarduy, Zoé Valdés, Wilfredo Lam o Regino Pedroso. Un general de brigada del Ejército cubano, compañero de Fidel Castro en la Sierra Maestra, se llamaba Moisés Sio Wong, cuyos apellidos pregonan su origen.
Pero la sorpresa mayúscula que me deparó la historia de los culíes llevados a Cuba me aguardaba al conocer la personalidad del pionero de aquel comercio de carne humana. Se trataba de un colombiano o, dicho con mayor propiedad, de un español nacido en Colombia en los albores de la república sudamericana. De hecho, su padre fue el último secretario de Hacienda de Simón Bolívar. Su nombre, Nicolás Tanco Armero.
La trata de chinos hacia Cuba propiamente dicha había comenzado con desigual resultado por iniciativa de Julián Zulueta Amondo, el mayor productor de azúcar de la isla y notable esclavista. En 1847, Zulueta Amondo hizo la primera importación de 600 chinos que llegaron a La Habana por intermedio de Matía, Menchacatorre y Cía., una firma con base en Manila que aportó barcos y medios para el transporte.
Nicolás Tanco sin embargo, fue quien confirió a la trata de chinos el carácter de negocio estructurado y rentable, y abrió el camino para que otros continuasen el tráfico de culíes entre el sur de China y el mar Caribe. Exilado en Cuba por sus ideas conservadoras, políglota educado en Francia y Estados Unidos, Tanco Armero fue encargado de poner orden al caos que habían dejado los intermediarios filipinos.
Tanco viajó a China con carta de presentación del Capitán General de la isla y por cuenta La Alianza, una compañía de los catalanes Marcial Dupierris, Rafael Tarices y Antonio Ferrán. Pero no se limitó a enviar culíes a La Habana. Engañando a un numeroso grupo de chinos contratados para trabajar en Cuba, los envió por la ruta del Pácífico hacia Perú. Así, en lugar de llegar a la luminosa isla del Caribe a trabajar en el campo, muchos culíes llegaron a recoger guano en el ambiente sombrío y siniestro de las Chincha, unas islas cubiertas con 40 millones de toneladas de excremento de aves, en donde muchos murieron víctimas de la enfermedad, de pena o por suicidio.
Por la lectura de su libro de memorias Viaje de Nueva Granada a China, puede verse el desdén que le inspiraban a Tanco Armero los chinos y sus costumbres, y se entiende que para él los culíes no fuesen más que mercancía. Es un ejemplo temprano de hipocrecía de cierta clase colombiana, y del desprecio con el que ha mirado siempre la burguesía bogotana y la gente de la periferia que se integra en ella, al resto de la humanidad. Tras ser el intermediario de uno de los negocios más infames que se conocen, despacha con esta difinición su trabajo de traficante: “Asuntos de la emigración china me llevaron al Lejano Oriente”.
Solamente entre 1854 y 1858 llegaron a Cuba en esas condiciones 10.868 culíes. Y aquello fue posible gracias a los tratados impuestos a China con la fuerza de las armas por las potencias europeas. Por el Tratado de Nankín, en 1842, Inglaterra no solo obtuvo el territorio de Hong Kong como colonia y la apertura de cinco puertos chinos a su comercio, sino por el derecho de la fuerza, la legalización del comercio de opio que envenenó a la población china.
Cuando la gente se lleva hoy las manos a la cabeza en Occidente por la penetración y el poderío chino, haría bien en repasar antes detenidamente ciertos episodios de la historia.