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Discurso de Gabriel Boric
La Habana. Por Elisabet SABARTÉS
La rosa de jamón serrano llega acompañada de queso feta y espárragos. Es un entremés de aires minimalistas, como la decoración del local, uno de los paladares más cotizados de La Habana. Lo frecuentan diplomáticos, figuras del deporte y artistas locales, empresarios forasteros y muchos de los turistas que estos días llegan en masa a Cuba. Todos aquellos que pueden pagar en CUC, la divisa nacional convertible, equivalente a un dólar.
Catalogado en el top 10 de los mejores restaurantes de la ciudad, Starbien propone “un concepto integral de cocina de vanguardia”, inspirado en la tradición criolla. También es punto de encuentro de la nueva generación de la elite socialista, los cachorros de la jet-set revolucionaria, que parecen nadar en CUC. Uno de ellos, José Raúl Colomé, está al frente del negocio.
Sonriente y vacilón, enfundado en ropa cara, recibe a la concurrencia o se hace un selfie tomando un trago con amigos. De pronto se acerca a un comensal para sugerirle un vino o preguntar si el punto de la carne está a su gusto. José Raúl es el alma del lugar y su promotor ideal. Todo el mundo sabe que es hijo del general Abelardo Colomé, Furry, ministro del Interior, héroe de la República y arquitecto del sistema de inteligencia cubano. Uno de los hombre más poderosos y temidos del régimen, que opera en el círculo íntimo del presidente Raúl Castro y es parte del conglomerado empresarial que los militares han construido en torno al sector turístico, la principal fuente de divisas del país.
Pero José Raúl no sólo es explícito sobre su cuna, también informa con cierto alarde que muchos de los productos que se consumen en su paladar son importados. Para ser más precisos, fletados a propósito desde el extranjero. Tal vez por eso abundan los rumores sobre el trato preferencial que las compañías del estado conceden a Starbien en sus planes de marketing y promoción.
En cualquier caso, los jóvenes de la flor y nata marxista–leninista no saben de penurias alimenticias ni escasez. Mucho menos, de la batalla diaria que libran millones de cubanos para ingerir proteínas y completar la exigua dotación de víveres (arroz, frijoles, azúcar, café, aceite, sal, huevos y leche para los niños menores de siete años) incluidos en la tarjeta de racionamiento.
Los ciudadanos de a pie, sin conexión alguna con las esferas del poder, subsisten a duras penas, comerciando con lo que pueden, en arrabales como San Miguel del Padrón, un suburbio a las afueras de La Habana donde funciona el mercado ilegal de La Cuevita. En las calles laberínticas de esta favela de miseria casi haitiana se ofrecen toda clase de artículos que entran al país en envíos de familiares o en maletas de viajeros. Hay especias para cocinar, hilo de algodón para tejer, champú, bombillas, pasta de dientes, sujetadores, zapatos, ropa, detergente, bisutería, Cds vírgenes, toallas, pequeños electrodomésticos, sábanas, caramelos… Cualquier mercancía es buena para trapichear o sumar un pellizco al raquítico salario en pesos cubanos que cobran los trabajadores del estado.
Mercedes era parte de esta mayoría de empleados públicos, una masa laboral que las reformas para “actualizar el modelo socialista” y evitar la bancarrota emprendidas por Raúl Castro tratan de reducir a toda costa. “Despidieron casi a medio millón, autorizaron unos 200 oficios y le llaman a eso trabajar por cuenta propia. Pero los cosen a impuestos y lo que queda apenas alcanza para sobrevivir”, explica esta mulata rolliza, de 39 años, mientras su hijo Yelson Anthony, estudiante de secundaria, denuncia la falta de material escolar y deportivo en su colegio. “Fui cuadro político en los comités de defensa de la revolución, la mayor mierda de este país. Abandoné y ahora me dedico a vender, sin licencia, cosas que aparecen por ahí”, prosigue la mujer, mientras organiza la ropa que ofrece a la entrada de su chabola.
Al otro lado del barrio, en un callejón sin asfaltar, Luis observa el trajín del mercado. Es chófer de un camión cisterna en la empresa estatal que suministra agua en La Habana. Cobra 360 pesos cubanos al mes, unos 15 CUC. “Con mi sueldo me muero de hambre, la situación está malísima en todo momento y la culpa es de ellos; el sistema no cambia”, masculla, sin dejar de maldecir al régimen. Emigrar no es una opción para él: “¿Irme a la yuma (Estados Unidos)? ¿Quién me va a dar trabajo? Tengo 63 años… ya estoy muy viejo”, se lamenta, apoyado en uno de los postes que sostiene la barraca de madera donde vive.
Las palabras de Luis hacen cortocircuito en el ambiente mundano de Starbien. Risas aquí y allá. Música ligera. Humo de Partagás Lusitanias… En la mesa vecina, un grupo de cubanos de Miami brinda con chardonnay. ¿Quién osará llamarles gusanos, ahora que el presidente Barack Obama autorizó un incremento del 400% en el límite de las transferencias para sus familiares en la isla?
Las remesas que llegan del otro lado del estrecho de la Florida son la segunda fuente de ingresos en el país, después del turismo. Sufragan la vida a cientos de miles, nutren las arcas del Estado y alimentan la economía sumergida, como la que se practica en La Cuevita. Pero también impulsan el mercado de la información prohibida por la censura oficial. Parte de los dólares que llegan desde Estados Unidos se invierten en el paquete: la dosis semanal de contenidos televisivos pirateados de las cadenas internacionales. Cada siete días, los cubanos que trabajan en hoteles con señal de cable o pueden pagar hasta 10 dólares por hora de conexión a internet descargan programas clandestinamente y los graban en DVD. El disco, que se vende bajo cuerda a 50 pesos, contiene un menú variado: segmentos de noticias de la BBC, espacios de debate de Televisión Española, documentales de National Geographic, tandas de videoclips o episodios de series estelares como Breaking Bad o Mad Men. Con un paquete tras otro, los cubanos desafían el cerco informativo que imponen los medios oficiales y se conectan al mundo.
Además, se ganan un sobresueldo. Como lo hace a base de propinas en CUC el camarero de Starbien, que se aproxima a servir el plato fuerte: lomo de pargo al cilantro con guarnición crujiente de boniato. El pescado, inasequible para la mayoría de la población, quizá cayó en las redes de Lázaro, que pide llamarse así “para no tener problemas”. Faena con su bote frente a la costa de Guanabo, pueblito de pescadores al este de la capital y zona de esparcimiento para los habaneros. No ha salido al mar porque hay temporal, pero cuenta su brega cotidiana: “De todo lo que saco, el 80% es para el gobierno. Me paga a 38 pesos el kilo. El otro 20% es para mi y puedo venderlo en el mercado libre hasta por 50 CUC el kilo”. Igual que los demás, este oficio también halló la manera de burlar el control oficial. Antes de llegar a puerto, los pescadores esconden la mayor parte de la captura bajo el agua, en sacos marcados con boyas. Así, llegan a la marina con poco que venderle al estado. Luego, de noche, recuperan la mercancía buceando y la despachan a clientes privados que les pagan en moneda convertible. A pesar de las dificultades, Lázaro vislumbra un futuro mejor: “Voy a cumplir 50 años, sólo conozco este sistema, pero creo que podré ver un cacho del cambio”, dice, contradiciendo a alguno de sus compañeros que beben cerveza en la cantina y no esperan nada del deshielo en las relaciones con Estados Unidos.
Allí, precisamente, es donde planea ir Miguel, mecánico chapista, que aguarda fuera del paladar en su taxi, un Chevrolet del 56 restaurado de forma espléndida con el dinero que su familia le mandó desde Nebraska. Llega el momento del postre, flan de caramelo con guinda confitada, y de saldar la cuenta: 26 CUC, casi dos meses de sueldo en pesos cubanos.
“Nosotros, a los extranjeros, les vemos como dioses, porque el turismo es la única vía de mejorar. Si no fuera por eso, andaríamos en taparrabos. Aquí te matas trabajando y nunca tienes nada. La gente no se va por problemas políticos, emigra porque no tiene un porvenir económico. Da igual si mandan estos o sus descendientes. Lo que queremos es progresar y con este sistema no se puede. ¿Socialismo o muerte? ¡Que se mueran otros! Yo me voy”, exclama Miguel. Su hermano mayor, que se lanzó al Caribe en balsa diez veces y a la onceava logró pisar territorio gringo, le reclamará en 2016 por reunificación familiar. Mientras, seguirá trabajando el coche estupendo que restauró, donde ahora suena el rapeo en disco pirata de Los Aldeanos, el grupo de hip-hop más popular de la isla, a pesar de estar vetado: “El abuso no se acaba, crece como un enjambre / Porque ustedes lo que ya quieren es rendirnos por hambre / Juventud a estresarse, no hay balanza que resista / Entre el deseo de graduarse y casarse con un turista…” (La Vanguardia)