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Discurso de Gabriel Boric
Leí hace poco: “El mundo cambia con tu ejemplo, no con tu opinión”. Cierto. ¿De qué valen los latigazos verbales de algunos mandatarios contra el capitalismo en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) cuando, en realidad, acumulan poder y fortunas durante sus gestiones? Sin estridencias, el papa Francisco dijo lo mismo en ese ámbito y en el Congreso de los Estados Unidos, donde nunca había disertado un arzobispo de Roma. Con amabilidad, sin reproches, instó a sanar las heridas de un planeta desgarrado por la codicia, el odio, la pobreza, la desigualdad y la contaminación.
En Cuba, la primera etapa de su gira por ambos países, reconciliados gracias a su mediación, Francisco había señalado: “No se sirve a ideas, sino a personas”. Las personas, entiendo, no pueden vivir atrapadas en una abrumadora antinomia entre blancos y negros, buenos y malos o leales y traidores. La coherencia papal entre su discurso y su proceder resultó avasallante con sus críticas contra los excesos del capitalismo, la usura de los organismos financieros internacionales, el comercio de armas, los arsenales nucleares y la pena de muerte, así como con la súplica de una mayor apertura hacia la legión de desesperados que busca refugio en tierras extrañas.
Quizá los legisladores norteamericanos, sin distinción de banderías, hayan interpretado su reproche por la demora en sancionar la reforma migratoria, que mantiene en vilo a 11 millones de personas: “Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. En este continente, miles de personas se ven obligadas a viajar hacia el Norte en pos de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para nuestros hijos? El parámetro que usemos con los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros”.
Francisco estuvo en un país golpeado por el embargo comercial impuesto por los Estados Unidos, más allá de las arbitrariedades de su régimen vitalicio, y en el país que impuso esa medida, motor de una parte desproporcionada de la riqueza del planeta. Frente a ambos gobiernos y pueblos demostró que no es necesario gritar para transmitir un mensaje, así como cuando fustigó a la ONU por legalizar guerras que estaban planificadas “con intenciones espurias”. Una acusación de esa magnitud en defensa de los débiles sólo puede ser lanzada por alguien que, como él, pretende cambiar el mundo con el ejemplo cotidiano, no con algo tan circunstancial y pasajero como la opinión.